Por Juan Jesús Ayala.
Siempre lejos, la veíamos distante, como un paisaje ausente, que imaginábamos, y dentro de nuestra imaginación era parte de aquellas leyendas que definen a la isla, donde nunca faltó las ganas del encuentro.
Y al fin aconteció. Su arena rojiza nos impresionó porque no era de su posesión, era de la rodadura de la montaña que está a sus espaldas, que es lo que le da característica y la diferencia. Es una de las pocas playas que tiene la isla con cierta cantidad de arena. Sin embargo, el lugar aunque escondido y más en la memoria, una vez que traspones las lavas de Hiramas y pretendes subir por la pendiente que conduce al bosque de sabinas tiene un cierto matiz de intrepidez que hace que uno se sienta, una vez que la rebasas, sobrecogido y hasta preocupado por lo que pueda suceder.
Más de una vez, en el afán de una nueva llegada al contemplarla, dimos la vuelta porque el paisaje nos desgarraba comprometiéndonos a una aventura, no se estaba preparado. La playa de El Verodal es un paraje fuerte y estar allí a pesar de que el retumbo de las olas contra los cantiles no es impetuoso y si ondulante, se siente uno transportado a un lugar que tardas en asimilarlo y que no miras de frente a pesar de que te atrae profundamente. Pero ahí sus arenas, sus rompientes como un nuevo descubrimiento en una isla que tiene ocultos un sinfín de recursos naturales y, que a pesar de vivirlos, los ignoras y contemplas más adelante cuando te adentras en ella.
Las distancias en la isla son cortas, pero al Verodal desde siempre lo veíamos como inexistente. Peroahí está con su belleza geológica, con su misterio de años y con sus arenas rojizas que le dan una tonalidad fulgurante de playa no dormida, sino alertante para el que la visita. Aunque, en realidad, sus aguas están remansadas y sus olas quietas en un mar Atlántico de siempre. Donde han remado barcos de vela construyendo el mejor poema dedicado al mar.