Por Luciano Eutimio Armas Morales.

El cadáver metálico de los railes del tranvía, que en otros tiempos unía la ciudad de Las Palmas con el Puerto de la Luz a través del Istmo de Las Isletas, con el mar a ambos lados, yacía sepultado bajo el asfalto desde hacía años.

Pero justo en este lugar, delante de la terraza en la que me senté y pedí un café, había un hueco en el suelo, en el que relucía un trozo del esqueleto metálico de lo que un día fueron railes, transitados por el tranvía que llevaba los trabajadores de los barrios de San José y San Cristóbal a faenar en labores portuarias.

Cuando el asfalto sepultó los raíles en todo su recorrido por las calles Triana, León y Castillo, Albareda y Juan Rejón, el alcalde ordenó que dejasen visible y libre de asfalto un trozo de estos recubriéndolos con un cristal, como mudos testigos de otra época. Al lado, colocaron una placa de bronce en el suelo con una inscripción: Raíles del tranvía  “La Pepa”.

Era la mañana de un día cualquiera en la calle Mayor de Triana, que fue la primera calle comercial tras la conquista de la Isla y la fundación de la ciudad, por la que circulaban diligencias y caballos, hasta que llegaron los primeros coches de los ingleses que se establecieron en la ciudad. Las Palmas era lugar de tránsito obligado de los barcos que unían el puerto de Londres con las colonias de África, y por esta calle pasaba cada día el Dr. Pavillard con su Rolls Royce, camino de su casa en Tafira.

Mas tarde llegaron los coches de hora, los coches piratas y aquellos destartalados fotingos, que decía Pancho Guerra, a los que sustituyeron las guaguas Daimler Garner y las de dos pisos, importadas de segunda mano desde Inglaterra. Contaban aquellas guaguas con un conductor y un cobrador, que, con gorra de plato, pantalones y chaqueta gris, transitaba por el pasillo con una bolsa en bandolera cobrándole a los pasajeros. Los vehículos tenían un cartel que decía “Prohibido hablar con el conductor”, y otro que decía “Prohibido fumar y escupir”.

 Pasados unos años, estas entrañables jardineras-guaguas, que así las llamaban, fueron sustituidas por unas Büssing procedentes de Alemania, nuevas, pintadas de amarillo y azul, con puertas accionadas con aire comprimido, que al abrir o cerrar emitían aquel silbido estridente que asustaba a algunos pasajeros.

Tras la invasión omnipresente de los automóviles que ocupaban viales y aceras, llegó un día en que la calle se cerró con una enorme escultura de Martín Chirino a su entrada, y se convirtió en una isla peatonal, por la que transitaban clientes de los comercios, niños con las nanas, turistas con sus cámaras, jóvenes ociosos, artistas callejeros, y jubilados o simple paseantes, que se sentaban en los bancos públicos o en las terrazas de las cafeterías, a charlar, leer el periódico o chatear con el smartphone. 

Y en esa mañana de un día cualquiera, estaba sentado saboreando el café en la terraza de la cafetería, frente a la cual estaba la placa de bronce y los raíles del antiguo tranvía, cuando vi que se acercaba y se dirigía a mi mesa, un mendigo con aspecto algo descuidado, caminando lentamente. Llevaba un sombrero negro de pana, ya descolorido, y un chaquetón gris que no parecía de su talla.

Se detuvo delante de mí, extendió su mano y me dijo: “Para un bocadillo, por favor”. Yo, de forma instintiva, metí la mano en un bolsillo buscando algunas monedas, mientras miraba su rostro erosionado por el tiempo y las arrugas, con unos ojos vivaces y un casi imperceptible tic en su mirada. Por un momento, me resultaba alguien conocido.

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  • ¿Cuál es tu nombre? -Le pregunté-
  • Andrés, señor. -me respondió.

De inmediato mi memoria rebobinó, y me encontré jugando al futbol en el campo del colegio. Andrés estaba en mi clase desde infantil. Jugábamos en el mismo equipo, él de extremo izquierdo y yo de lateral en la misma banda. Siempre estaba contando chistes. Fue el primero en llevar cigarrillos al colegio. Los encendía en el recreo y nos daba caladas, siempre a escondidas de los curas, claro. Y también fue el primero en presumir de ligar con chicas del instituto femenino, que estaba a tres calles de nuestro colegio.

Teníamos catorce años, cuando nos examinamos de la primera reválida de bachiller. Andrés, creo que no aprobó en junio ni en septiembre.  Al siguiente curso, no se matriculó. “¿Alguien sabe de Andrés?”, nos preguntábamos. Le echábamos de menos, por sus chistes, sus bromas, y sus endiabladas carreras en los partidos de futbol en el campo del colegio. Era un buen compañero.

De pronto sentí un irresistible impulso a levantarme, darle un fuerte abrazo, y decirle: “¡Coño, Andrés, ¿No me conoces? Siéntate aquí. ¿Qué quieres tomar?!”. 

Pero en el último instante me contuve. Recuerdo que decía, que a él le gustaría estudiar medicina. Nuestras mentes estaban llenas de sueños y de proyectos con los que construíamos un futuro fantástico. Pero habían transcurrido más de cincuenta años, y los sueños habían sido sustituidos por recuerdos, y quizás por fracasos y frustraciones.

Entonces, emocionado por el contraste entre aquellas ilusiones y esta realidad, pensé que podría resultar doloroso para él, rememorar aquellos años en que éramos tan felices corriendo tras un balón, o paseando una y otra vez por una acera de la calle Triana, a ver si aquella chiquilla de melena rubia que estaba en el instituto femenino, nos devolvía una sonrisa al pasar. 

Saqué un billete de la cartera y se lo di. Me correspondió con una amplia sonrisa, en la que se apreciaban dos portillos en su dentadura y su inconfundible tic en la mirada. “

_ Gracias, señor, me dijo. 

_ Que tengas un buen día. Cuídate, 

 le contesté. Y se alejó con caminar cansino, casi arrastrando los pies. 

Yo me quedé por un tiempo en la silla, meditando, triste y consternado. Era la mañana de un día cualquiera, en la concurrida calle Mayor de Triana.