Por: Luciano Eutimio Armas Morales

“¡Así que vos andáis liado con mi mujer, hijo de puta!”, gritaba un hombre de apariencia joven con chubasquero gris y capucha, mientras disparaba cuatro veces a quemarropa contra otro hombre que estaba de pie en el andén y tres veces a la mujer que le acompañaba, en una tarde primaveral del mes de noviembre de 1973.

La sorpresa y el pánico cundió entre los pasajeros que estaban esperando el tren. Las madres abrazaban y cubrían a sus hijos. Algunos de los más próximos, se apartaban de la escena. Otros quedaron paralizados por el desconcierto y el estupor, mientras el asesino corría hacia la salida de la estación y se escabullía entre la gente.

Una niña gritaba aterrorizada, mientras veía los cuerpos del hombre y de la mujer caídos muy cerca de ella, y en el suelo se iba formando un charco con la sangre que manaba de sus cuerpos. Instintivamente se llevó la mano a los ojos para tapárselos, en un gesto inconsciente para no ver la espantosa escena.

Uno de los proyectiles le había entrado al hombre por el ojo derecho, y la sangre salía a borbotones cubriendo todo el rostro mientras yacía caído de medio lado. La mujer, tendida de espaldas en el suelo y con las manos a los lados, tenía la boca y los ojos abiertos, como si en el último suspiro, el gesto de sorpresa se le hubiese quedado congelado. La blusa blanca que llevaba se le estaba coloreando de color carmesí, mientras un líquido espeso y rojizo se escurría por el pavimento a su lado.

Sonó una sirena y unos silbatos, se acercaron unos agentes de seguridad de la estación, apartaron a los curiosos, y constataron que el hombre y la mujer habían fallecido. Algunos pasajeros que presenciaron la escena aterrados, comentaban hasta qué punto una infidelidad en una relación amorosa puede llevar a situaciones de violencia tan extrema, y provocar crímenes tan espantosos como los que habían presenciado.

“¿Y por qué tenía que matarla a ella, si el culpable era él?”, preguntaba en voz alta una señora entrada en años, algo gruesa, que llevaba un vestido estampado y un bolso color beige, a juego con un sombrero de ala corta del mismo color.

“Es que los crímenes pasionales son impulsos ciegos, que desbordan cualquier tipo de razón”, le contestó el hombre de traje gris, camisa blanca y corbata con rayas azules que le acompañaba, portando un maletín de cuero negro en su mano.

Ildefonso Romero había terminado su turno de trabajo, y estaba en el mismo andén en el momento en que ocurrieron los hechos. Oyó los disparos, se acercó a la escena de los crímenes, y pudo ver como un hombre con chubasquero gris y capucha, salía corriendo por entre la gente que entraba o salía de la estación.

Instintivamente salió tras el asesino y logró darle alcance justo cuando iba a traspasar la puerta de la calle, en la que, ante el trasiego de pasajeros que entraban y salían, el asesino tuvo que aminorar su carrera.

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Mientras le agarraba de un brazo al tiempo que apoyaba una pistola en su costado, le decía:

“Policía Federal. No haga movimiento alguno. Queda usted detenido”.

Los agentes de seguridad de la estación se acercaron, y acompañaron al policía federal hasta una dependencia de las oficinas de la estación, desde la que Ildefonso Romero llamó a la comisaría más próxima, para que enviasen una patrulla que se hiciera cargo del detenido.

Y allí, en aquella pequeña oficina, frente a frente, el asesino esposado y el policía Ildefonso Romero vigilándole, Agustín Maldonado, que así se llamaba el asesino, mientras sonreía irónicamente miró fijamente al policía, y con absoluta tranquilidad y aplomo le dijo:

“¡ Ya verás como no voy a estar nada preso!”.

En la iglesia de San Nicolás de Bari de la Avenida de Santa Fe en Buenos Aires, se celebró el 22 de noviembre de 1973 una ceremonia discreta e íntima: Un funeral por el alma de Facundo González, abogado y profesor de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, y de su esposa María Isabel Maldini, empleada de la librería Ateneo y militante peronista de base.

Fallecieron ambos, asesinados en el andén de la Estación de Retiro a las seis y media de la tarde, cuando esperaban el tren que los llevaría al barrio de Palermo en el que tenían su domicilio. Dejaron huérfana una niña de tres años, de la que se harían cargo los desconsolados padres de Facundo.

Agustín Maldonado, el asesino, declaró ante el juez, que era funcionario del Ministerio de Bienestar Social de José López Rega y pertenecía a la “Agrupación Peronista 20 de noviembre”, que tenía la misión de depurar de marxistas al movimiento peronista, de acuerdo con el “Documento Reservado” del Consejo Superior Justicialista.

(Del libro: “Notas de un viaje hacia el Sur”).

PS. Jorge Rafael Videla, general de brigada desde 1971, fue presidente entre 1976 y 1981 de la Junta Militar que gobernaba Argentina. Resultó condenado en 1985 a la pena de reclusión perpetua como autor de 469 crímenes de lesa humanidad, a la que se le sumó en 2.012, una condena de cincuenta años de prisión por sustracción y retención de menores. Falleció en mayo de 2.013 en la cárcel Marcos Paz del Complejo Penitenciario Federal. Unos meses antes, en una entrevista realizada en prisión, le confesaba al periodista Ricardo Angoso:

“Padecíamos un vacío de poder, parálisis institucional y riesgo de anarquía. Había un clamor ciudadano pidiendo una intervención militar, ante la alarmante situación social, política y económica. En Argentina, de una forma natural, cuando las soluciones políticas fracasan, se arreglan con golpes de Estado. Ítalo Luder, que fue presidente accidental del gobierno y presidente de la Cámara de Senadores, firmó los decretos 2770, 2771 y 2772, con los que nos dio licencia para liquidar a los elementos subversivos”.