Por Juan Jesús Ayala
Aroldo se nos fue y como aquellos con los que hemos compartido recuerdos, aventuras y conversaciones inacabadas, ha dejado un espacio para la nostalgia y la pena.
Los veranos cuando coincidíamos en la isla y en tu pueblo de San Andrés, una de la visitas obligadas era ir a tu encuentro; entrábamos al bar de Goyo y preguntábamos si ya habías llegado con tu familia desde Tenerife, y nos decían “si, la puerta la tiene entreabierta y pronto vendrá por aquí”. Esperábamos tomándonos un vaso de vino de pata con queso e higos pasados o íbamos hacia tu casa con el afán de saludarte y conversar sobre cuestiones de la isla, y, sobre todo, de tu vida.
Nos hablabas cuando desde pequeño estuviste cierto tiempo en la Villa donde correteaste con los chicos, jugaste con ellos y recibiste impresiones de un espacio diferente, pero tampoco no muy distinto del que habías dejado en tu pueblo.
Cuando regresaste te pusiste bajo la tutela y enseñanza de tu maestro de siempre, Bejarano, con el que coincidí mas tarde ya que los viernes nos daba en la carretera de San Juan clase de gimnasia a los que cursábamos el bachillerato de la época; persona entusiasta y responsable en desarrollar la comprensión y la docencia a todos aquellos niños que tenia a su cargo en la escuela de San Andrés, de la que, también, fue maestro en los viejos tiempos mi abuelo, Juan Antonio, que impartió clases a tu padre, Matías. A quien conocí, y tal es así que el primer jaramago que probé me lo ofreció en los campos de Azofa porque coincidió con mi padre en tareas del ayuntamiento y de la proyección de aquella charca de Tegeguete de la que me contaste resultó fallida por una deficiente decisión técnica.
Cuando en realidad supe de ti fue una vez que regresado de Venezuela bajabas de la guagua que llegaba al Puente tras salir del Pinar, pasando por San Andrés aparecía una persona alta, elegante, que nos dejaba sorprendidos por el impacto que producías a los chicos que correteábamos por los caminos de Valverde, y como influían en nuestros juegos las películas que proyectaba el cine Álamo, tu eras como un artista de aquellos que emulábamos como protagonistas.
Las conversaciones que manteníamos eran relacionadas a la historia herreña de la que eras un conocedor nato, de las anécdotas, de las carencias que se padecían, hasta para tener un garrafón de agua en épocas de sequía y penuria ya que había que trasladarse al pueblo vecino, a la fuente de Isora para tener siquiera algo de agua para las comidas.
Te dejábamos hablar y lo hacías con pausas atinadas que nos inducía a ir tras el recuerdo y de tus certeras reflexiones sobre una isla que queremos y que no podíamos de ninguna manera dejar de sentir porque encierra lo mejor de la niñez, lo primeros retazos de una juventud donde la tuya fue la del emigrante que retorna con sonrisas y sin resabios.
Aroldo nos ha dejado y a pesar que en la última vez que hablamos tus fuerzas las sacabas desde dentro, como si nada, continuabas siendo obligado paradigma de la isla, reducto de sabiduría y de un sosiego personal que nos reconfortaba.
Tú presencia y tu palabra forman parte de una vida consecuente contigo mismo y que hoy no podemos evitar sentir una pena por tu ausencia que se nos prolongará en lo infinito de una memoria inconclusa.