Por: Luciano Eutimio Armas Morales

El viaje en tren es grato y relajante. En Canarias no tenemos trenes, porque las reducidas distancias y lo abrupto del terreno lo dificulta. De Santander a Madrid son cuatro horas y media de viaje. Los asientos son cómodos y tienen toma de corriente para el cargador del móvil o del portátil. Nos correspondió asiento en la primera fila del vagón número cuatro, cerca de los compartimientos para el equipaje. Una grata sensación: subes desde el andén; colocas el equipaje; te sientes relajado; oyes la voz amable de alguien que le dice a una pasajera que está al otro lado: “Señora, ¿Quiere que le ayude a colocar su maleta?”. Te encuentras muchas veces con gente amable y generosa que contagian optimismo y solidaridad. Es muy gratificante, porque creo que el ser humano es solidario por naturaleza. Subió una pareja algo mayor. La señora se plantó en el pasillo, a nuestro lado, y señalando los dos asientos dijo: “Aquí es donde me gusta sentarme a mí”. El le contestó: “Pero mujer, los asientos son numerados, y a nosotros nos corresponde más atrás”.

“No importa, nos sentamos aquí, y si viene alguien y nos exige el asiento, nos levantamos”. Y con la misma, la señora se sentó al otro lado del pasillo de nuestro asiento, y su acompañante a junto a ella. A mi siempre me han repateado e indignado las gentes que no respetan las normas y los derechos de los demás. El asiento del tren es cómodo. Puedes subir al vagón, leer, trafagar con el móvil o echarte un sueñecito, mientras por la ventanilla van desfilando paisajes. No es como el avión, que debes llegar con bastante antelación, pegarte a veces una interminable excusión en guagua por las pistas del aeropuerto, y someterte a un pequeño estrés si hay turbulencias. Ni tampoco como el barco, con su balanceo que puede ser muy ingrato y hasta provocar mareos en algunos pasajeros, además de los desagradables olores. Yo no mareo en viajes en barco, pero entiendo que hay gente que no lo soporta. El tren en cambio es limpio, silencioso, y apenas se percibe su movimiento. La señora que iba en el asiento detrás del nuestro iba sola. Llevaba cierto tiempo hablando por teléfono, por lo que pudimos entender, con su hija. Algunos asientos vacíos; unos pasajeros leyendo; los más trafagando con el móvil; otros medio dormitando, o simplemente mirando el paisaje. La señora del asiento de atrás seguía hablando por teléfono.

Es normal, que una madre y una hija cojan hebra hablando de todo lo humano y lo divino, en lo que pasa el tiempo y el paisaje continúa desfilando por la ventanilla. No es que hablase muy alto, pero en el relativo silencio del vagón, se oía su conversación en los asientos más próximos. De pronto, la pasajera que estaba en la ventanilla al otro lado del pasillo se levantó, pasó por delante de su compañero, cruzó hasta el asiento detrás del nuestro, y dirigiéndose a la señora mayor que estaba hablando le dijo en tono amenazante: “¡Haga el favor de dejar de hablar por teléfono, y continúe la conversación cuando llegue a su destino!”. No miré hacia atrás para ver la reacción de la pasajera que recibió el inesperado reproche, pero por el tono de voz compungido y nervioso con el que le dijo a su hija: “Tengo que cortar, luego te llamo”, interpreté que la pobre señora se sintió hasta algo asustada por la reprimenda. A mí, sinceramente, los abusos y las injusticias me hacer hervir la sangre.

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Por un momento tuve el impulso de reaccionar, pero me agarraron del brazo y me dijeron: “¡Tranquilo! Contigo no va nada. Además, no ha habido agresión física, lo que justificaría tu intervención, sino una simple muestra de grosería y altanería de una mujer impresentable”. Continué leyendo el libro que tenía entre las manos, “El guardián entre el centeno” de Jerome D. Salinger. Me lo recomendó y prestó una compañera del taller. Un libro extraordinario que debí leer a los veinte años. Pero bueno, un libro admirable con el que el autor, con una sola obra, logró inscribir su nombre entre los grandes de la literatura del Siglo XX. Me levanté, fui hasta la cafetería y pedí una Coca-Cola Zero.

De pronto entramos en un túnel que parecía interminable. El camarero me contó que estábamos atravesando el túnel del Guadarrama. “Tiene veintiocho kilómetros de largo y es el noveno del mundo, aunque seguro que pronto los chinos harán otros más grandes”. Cuando volví al asiento, la pareja sentada a mi izquierda hablaba por teléfono y se quejaba de lo caro que era el billete del tren: “¡Mira tú, cuarenta y nueve euros de Santander a Madrid!”. Seguía hablando por teléfono. Tenía esta pareja el aspecto de una gente refinada venida a menos, que quizá un día tuvieron chófer y sirvienta, y ahora se quejaban del precio del viaje en tren. De pronto ella le dice: “¡Mira, mira la noticia! Los de VOX llegaron tres minutos tarde al Congreso, cuando ya Pedro Sánchez estaba hablando. ¡Que bueno! ¡Que bofetada!”. Y se reían, y se reían, y se reían como condenados. Cuando llegamos a Chamartín y nos bajamos del tren, ya nos quitamos las mascarillas.

La inquisidora que mandó a callar a la pobre señora portaba ajustados pantalones y zapatillas de prestigiosas marcas. Pasó por nuestro lado arrastrando su maletín con ruedas, también de marca. Le miré a la cara. Era fea como un tiro de mierda. Palabra de honor.