Por Juan Jesús Ayala.

Me encontré días pasados y como regalo de un amigo con el libro “Prosa Reunida” de Juan Manuel Trujillo, que es un compendio de los trabajos literarios que este tinerfeño desarrolló durante su vida. Pues bien en ese libro hay una carta que le escribe Ramón Gómez de la Serna, que refleja lo que uno siempre ha pensado y lo que la historia y hasta la geografía ha tenido con el archipiélago. Escribe Gómez de la Serna “Mi visión de Canarias es la de una tierra sin orillas, porque  lo que es grato no tiene orillas. No paso porque sean islas. El mar es allí paisaje”. Y es así. Las islas han sido y son multidimensionales y abarcan con su brazos de teutón agazapado ir hacia adelante con los incontables deseos de un mar que desaparece solo en el imaginario y que rodea sin ceñir costas y picachos de lava.

El mar en las islas no tiene rompientes, ni sus espumas saladas son las que vemos estallando en los cantiles sino que es la mejor traducción metafórica de seguir hacia fuera, de unir continentes en una refriega consigo mismo.

Hay gente que llega de lejos, de más allá del mar, de la estepa castellana que nos dice y recuerda la grandeza que tenemos, y algunos de aquí estrangulan con sus miopías y carencias de talento. Se hace difícil alguna que otra vez compaginar el mar nuestro con la proyección que encierra, y difícil servirse de su historia y hasta de sus leyendas, para no seguir atrapado por las miserias de aquellos que se olvidan de él, que se han hecho cicateros y estrangulan la voluptuosidad de sus olas y las carantoñas que en  el horizonte nos hace todos los días. Como queriéndonos decir que es el mejor mensajero  y que con sus labios de salitre impregna de saludos a los que de lejos nos viven o a los que están tocando a la puerta para los nuevos encuentros.

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Decía también Ramón González de la Serna en la carta escrita a Juan Manuel Trujillo que “se puede vivir allí hasta el extremo de la felicidad, sin ruidos de refriegas, de trenes excesivos, de fabricas corridas de cadenas”. Pero ahí el tiempo ha traicionado la voluntad y el retrato de las islas, que si en 1934 era así, hoy de ello solo queda casi el recuerdo. Lo que era una bonanza bañada por un mar quieto, donde las olas dibujaban arabescos y marinas en el lejano horizonte, hoy esos horizontes,  aunque siguen impregnados de salitre, llegan hasta él los resabios de una confrontación social que pone  entredicho no solo el mensaje de que el mar no tiene orillas, sino que por sus aguas navegan ya los rictus del disgusto y las extrañezas de una tierra que ya apenas ni refleja ni traduce un paisaje tan halagador como entonces. Pero que hay que seguir apostando por ello porque Canarias siga sin orillas, con sus proyecciones y dinámica de un universalismo insular.