Por Luciano Eutimio Armas Morales.
“Última llamada para el tren con destino a Santander. Pasajeros con billete para este tren que aún no se hayan presentado en el andén, les recordamos que el tren está a punto de partir. Les rogamos su inmediata presencia en el vagón que les corresponda”.
Me encontraba ya sentado en el confortable asiendo del Alvia en la estación de Atocha, cuando por megafonía anunciaban la salida del tren. Los últimos pasajeros en subir, apuraban el espacio para colocar su equipaje en el reducido hueco disponible. En medio del bullicio, se oye el llanto de un niño. Alguien dice “Disculpe”, para intentar avanzar por el pasillo. Se oye un “Perdón, creo que se ha confundido de asiento, este es el que me corresponde a mí”. El pasajero aludido saca su ticket del bolsillo, y comprueba: “Tiene usted razón, me había equivocado”. “Gracias”. Un anciano avanza con dificultad ayudado por un bastón, mientras una señora le agarra de un brazo: “Por aquí papá, es en la siguiente fila” …
Tenía yo la cabeza apoyada en el respaldo del asiento. Algún pasajero rezagado, corría por el andén cuando parecía inminente el pitido que anunciaba la salida del tren. Una niña como de cinco o seis años, acompañada de quien parecía ser su madre, le lanzaba besos volados a una pareja mayor, que podrían ser sus abuelos.
Y entonces lo oí.
Era como una señal de alerta o advertencia. Un pitido agudo y estridente, anunciando que aquella enorme serpiente de hierro, cristal, madera y aluminio, comenzaba a moverse sobre dos líneas metálicas paralelas que tendían a unirse en el infinito.
Después.
El sonido del traqueteo metálico de las ruedas sobre los raíles. La respiración metálica de la locomotora. El movimiento lento, pero uniformemente acelerado de esa enorme serpiente metálica, que producía leves oscilaciones en los vagones. Y sobre todo, esa indescriptible sensación que produce el inicio de un viaje hacia hacia otro lugar, hacia otro espacio físico y sensorial.
Y entonces, mientras variopintos paisajes desfilaban por la ventanilla como un calidoscopio de colores y formas vegetales y de hormigón, abrí la Tablet para seguir leyendo las noticias.
Me había hecho el propósito de hacer de avestruz que esconde la cabeza bajo el ala durante un tiempo, y permanecer estos días puentosos ajeno a los noticieros y las imágenes escalofriantes de destrucción, barbarie y exterminio de un pueblo, en el que la peor parte se la llevan los niños y los más indefensos, pero no pude vencer la tentación de abrir de nuevo estas ventanas para vislumbrar este mundo salvaje, monstruoso y cruel en grado superlativo.
¿Cómo es posible que la humanidad pueda soportarlo con absoluta impotencia y resignación?
El pueblo judío, históricamente perseguido desde hace siglos y expulsado de muchos países, merece toda nuestra consideración, respeto, admiración y afecto, lo mismo que cualquier otro pueblo. Pero de la misma forma que el pueblo alemán merece esas muestras de admiración y afecto, el nazismo como fenómeno social que dominó al pueblo alemán durante cierto tiempo, merece todo nuestro rechazo, repudio y condena por su comportamiento brutal, bárbaro y genocida.
Y hoy creo que estamos en una situación similar: el sionismo, que tiene todos los mismos componentes de racismo, odio y afán de exterminio que tenían los nazis, está dominando al pueblo judío y llevándole a un abismo. A su pueblo y quizá a todo el mundo, porque su codicia y afán expansionista no tiene límites. Y de la misma forma que los franceses e ingleses miraron para otra parte cuando Hitler y los nazis se anexionaron Austria y Checoslovaquia y después lo pagaron muy caro, hoy, EE.UU. Reino Unido y Alemania miran para otra parte ante el genocidio de Netanyahu y los sionistas, y quizá algún día lo paguen muy caro.
Me podrán decir que Hamás es una mala bestia, un perro rabioso, vale, aunque quizá convendría preguntarse por qué ese perro se ha vuelto tan rabioso y sanguinario, y quien le permitió crecer y le ha dado de comer. Pero si te muerde, podría estar justificado que le matases, porque muerto el perro, se acabó la rabia.
Ahora bien, lo que de ninguna manera podría justificarse, es que mataras al dueño del perro, a la mujer del dueño del perro, a los padres del dueño del perro, a los seis hijos del dueño del perro, entre los que está incluido un bebé de seis meses, y todo eso, después de destruir su casa, tenerlos durante días interminables huyendo por el campo de siniestros y traicioneros bombardeos, e impedirles que recibieran agua, comida o medicinas. Esto es lisa y llanamente, un genocidio.
La noticia de ayer, es que el secretario general de la ONU Antonio Guterres, ha invocado el artículo 99 de la Carta Magna de la ONU, para tratar de imponer un alto el fuego por razones obviamente humanitarias. La respuesta de Israel, es acusar al secretario general de la ONU de ser “una amenaza para la paz mundial y de apoyar a los asesinos de Hamás”.
Sometida la resolución de alto el fuego a la votación de los quince miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, no pudo ser aprobada por el veto y único voto en contra de los EE.UU. Un lector, comentaba la noticia al pie de la misma y escribía: “Está claro, es que precisamente EE.UU. es quien le vende las armas a Israel”.
Apagué la Tablet, y me dejé llevar por el monótono traqueteo del tren que me producía una ligera somnolencia, y por cierto pesimismo y resignación al aceptar, que después de décadas de progreso, optimismo y bienestar tras la segunda guerra mundial, al menos en lo que llamamos “mundo occidental”, quizá estábamos entrando de nuevo en una etapa tenebrosa de la historia de la humanidad, en la que los “ismos” se imponen de nuevo, impidiendo un progreso armónico, justo y sostenible.
Abrí lo ojos nuevamente, porque en un viaje de horas en el tren, relajado en un confortable asiento, te da tiempo de leer noticieros, de pensar, de echar una cabezadita, y quizá, es también un marco adecuado para leer un libro.
Saqué un libro que tenía a medio leer, marcado por la página 73 en una edición de Alianza Editorial, y comencé la lectura: “Inmediatamente después de mi arresto, fui interrogado varias veces. Pero se trataba de interrogatorios de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez, el asunto no pareció interesarle a nadie en la Comisaría. Por el contrario, ocho días después …”
Estaba releyendo en segunda lectura, porque ya lo había leído hace muchos años, “El extranjero” de Albert Camus, ese extraordinario escritor, que fue premio Nobel a los 44 años y que falleció en un accidente de automóvil a los 46 años. Este interés en releerlo, surgió tras la lectura del ensayo del escritor y diplomático
José María Ridao sobre Camus, en el que profundiza sobre otra obra cumbre del mismo: “La peste”.
A mi alrededor, algunos pasajeros dormitaban seducidos por el arrullador ritmo del tren. Otros leían o escribían mensajes en su smartphone, o quizá enviaban alguna foto del paisaje que desfilaba ante la ventanilla. Ya no se veía, como antiguamente, algunos pasajeros con un periódico de grandes hojas, que iban pasando ceremoniosamente.
Pero de pronto, me di cuenta de que, en un asiento al otro lado del pasillo, y frente al mío, una muchacha como de veinte años o poco más, leía un libro. Ya no es tan frecuente ver a pasajeros leyendo un libro, y menos a pasajeros tan jóvenes.
Me entró curiosidad por averiguar qué libro leía. El diseño de la portada era una especie de conjunto de flechas negras que confluían sobre un fondo blanco, y en el centro, con letras negras: Albert Camus, y debajo, con letras rojas: El Extranjero.
Sentí una especie de sobresalto emocional: esa chica jovencita, con cabellera ondulada cayéndole en cascada sobre los hombros y el pecho, con semblante angelical, sentada dos asientos más allá y enfrente, al otro lado del pasillo en el mismo tren y en el mismo vagón que yo, estaba en ese momento leyendo el mismo libro: “El extranjero”, de Albert Camus.
No pude evitar que me embriagara una extraña emoción, ante esa casual y encantadora coincidencia. Y entonces fijé mi mirada en ella, viendo como entornaba los párpados al ritmo de seguir su vista por los renglones del libro, con un semblante que transmitía serenidad y ternura. Y ella levantó la vista y me devolvió la mirada.
Y yo levanté le libro y le mostré la portada del mismo. Y ella a su vez, hizo un gesto y me mostró la portada del libro que leía, mientras una amplia sonrisa iluminaba y deba brillo a su mirada y transmitía complicidad. El gesto simultáneo, era una especie de brindis. “¡Que casualidad! ¡Estamos viajando en el mismo tren, en el mismo vagón, y leyendo el mismo libro!” Parecía producto de una conjunción de pensamientos y de sentimientos entre dos personas que de pronto se encuentran y sintonizan.
Sonreímos simultáneamente tras el brindis, y seguimos leyendo. El tren continuaba su marcha monótona e indiferente a los sentimientos de los pasajeros. De pronto, a los sonidos habituales, se le suma una especie de chirrido de frenos, y vemos cómo va disminuyendo la velocidad.
Al momento, anuncian por megafonía: “Atención, atención, se comunica a los señores pasajeros, la llegada del tren Alvia a la estación de Reinosa. Agradecemos su comprensión, y deseamos hayan tenido un buen viaje”.
El tren se ha detenido, y algunos pasajeros comienzan a levantarse.
La muchacha que leía “El extranjero” sentada al otro lado del pasillo frente a mí, de pronto se levanta. Me hace un gesto de despedida con la mano, acompañado de una radiante y optimista sonrisa y de una intensa y cómplice mirada. Parece como si hubiera querido decirme: “Encantada de haberte conocido, aunque no hayamos hablado una sola palabra. Encantada de que podamos compartir ideas y sentimientos, aunque he visto también en tu mirada un poco de pesimismo por habernos tocado vivir en un mundo tan hostil, pero créeme, yo soy optimista. Que continues disfrutando de un buen viaje y de tu destino. Hasta siempre”.
Y mientras la muchacha se alejaba por el pasillo hacia la salida y yo permanecía en mi asiento, no pude evitar que por un momento me añurgara la emoción. Aquella muchacha y su juventud, representaban la esperanza.
Entonces me vino a la mente el recuerdo de hace muchos años, cuando viajando en el metro entre las estaciones de Moncloa y Cuatro Caminos después de salir de clase, me encontraba sentado y leyendo un libro, y de pronto me di cuenta de que en el asiento de enfrente estaba sentada una muchacha leyendo el mismo libro que yo: “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez.
Aquella muchacha, María, hoy es mi compañera y madre de mis hijos, y me estará esperando en la estación de Santander a la llegada del tren.